La historia del gran campeón Eider Arévalo

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Por: MAURICIO SILVA GUZMÁN / Revista Bocas / Colombia

Con su psicóloga y su entrenador trabajaron en una idea particular, por no decir surreal: visualizarse campeón del mundo frente al palacio de Buckingham y allá, arriba, con la medalla en el podio, decir: “Soy el rey de Inglaterra”.
Los tres sabían que la residencia de la reina Isabel y los tres decidieron que esa, en especial, sería la frase de batalla. Por eso, siete meses antes del Campeonato Mundial de Atletismo, que se realizó en Londres en el mes de agosto de 2017, el marchista bogotano Éider Arévalo comenzó a mascullar esa consigna: “Soy el rey de Inglaterra”, “soy el rey de Inglaterra”, “soy el rey de Inglaterra”.

En la pista que estuviera, en cualquier lugar del mundo, la bendita frase lo transportaba frente al histórico palacio londinense y entonces se veía a sí mismo sonriente, exultante y, claro, ganador. Un mes antes concentró en Pontevedra, España, y allá repitió como un monje budista su mantra monárquico. “Fueron los mejores entrenamientos que hice en mi vida”, dijo. “Estuve concentradísimo”.

Así fue como Arévalo, un bogotano de 25 años que se hizo en Pitalito (Huila) y que desde los 15 años volvió a la capital donde se convirtió en el marchista de mayor proyección en la historia del atletismo colombiano, llegó a punto a la competencia en Londres. Físicamente al 100 % y psicológicamente al 200 %. Solo la noche anterior a la competencia sintió nervios: “Pero si no llegan, entonces es que no estás ahí, es que no estás en un campeonato mundial”, subraya. A las 7:00 p. m. apagó el televisor, puso música clásica, se tiró en la cama para hacer una relajación y se durmió temprano.

Al día siguiente, el día D, se levantó temprano con inmejorable actitud y su primera frase fue: “Soy el rey de Inglaterra”. Abrió las cortinas de la ventana de su habitación y de frente se encontró, con sorpresa, con uno de los símbolos de la capital del Imperio británico, el Tower Bridge –el puente de dos torres que cruza el río Támesis– y volvió a decirse a sí mismo: “Soy el rey de Inglaterra”. Entonces se emocionó. Puso salsa. Bailó frenéticamente un par de canciones, se dio cuenta de que se había exaltado demasiado y apagó el sonido. Acudió a una técnica de relajación y subió las piernas a la cama, desayunó en el hotel sin decir una sola palabra y se fue a la competencia completamente concentrado, en silencio, metido en su mundo. Le habló a Dios.
Llegó a la salida de la competencia que era justo al lado del palacio de Buckingham, donde también terminaba la prueba, y siguió con su santo y seña: “Soy el rey de Inglaterra”. Calentó. Tocó el piso. Volvió a hablar con Dios y le dijo: “Aquí estoy, yo he hecho todo a conciencia para ganar esto. Que sea tu voluntad”. 
Arrancaron. Éider hizo todo lo que había planeado con su entrenador: esperar en los primeros 10 kilómetros con el lote de los favoritos. Adelante iban unos cuantos fugados. Él, tranquilo y muy paciente, atrás, con la élite. En el kilómetro 16, los cinco favoritos, impulsados por el rolo-opita, pasaron al frente y rompieron la carrera. Faltando un kilómetro Arévalo lanzó el ataque definitivo. Y ganó.
Éider Orlando Arévalo Truque le entregó a Colombia el segundo título mundial de su historia en la modalidad de marcha, después del oro que en el mundial de Daegu 2011, en Corea del Sur, alcanzó Luis Fernando López (en esa ocasión había llegado tercero, pero fue declarado vencedor posteriormente tras la descalificación por dopaje de los atletas rusos Valeri Borchin y Vladimir Kaniakin). Éider, de paso, le dio la cuarta medalla dorada a Colombia en la historia de los mundiales, sumando a los dos oros conseguidos por Caterine Ibargüen en el salto triple (Moscú 2013 y Pekín 2015).
Esta es la historia de un atleta que desde los once años ha entrenado sin parar, que practica un deporte que consiste en el acto tan simple, pero tan complejo, de caminar sin despegar un pie de la tierra, que se declara un hombre espiritual, que parece –y es– un hombre sencillo, pero que en la competencia es un auténtico depredador: “Soy un lobo”, sonríe.
Esta es la historia del “rey de Inglaterra”.
Bogotano pero de Pitalito. ¿Cómo es eso?
Mi mamá nació en Pitalito y mi papá es de Garzón (Huila). Ellos se fueron a trabajar a Bogotá en una panadería –mi papá de panadero y mi mamá de mesera– y ahí se enredaron. Nací en Bogotá en 1993 y cuando tenía seis meses nos fuimos para Cali, donde mis viejos trabajaron haciendo de todo. Dos años después nos fuimos para Pitalito.
¿Hizo su primaria y su bachillerato en Pitalito?
No realmente. Empecé en la Escuela de las Américas, en el pueblo. Luego hice parte del bachillerato en el Colegio Nacional Superior, solo hasta décimo porque decidí venirme a Bogotá.

No nos adelantemos. Me contó un familiar suyo que cuando apenas era un niño usted vendió limpiones en las calles de un pueblo. ¿Cómo es esa historia?
Cuando yo tenía unos nueve o diez años ayudaba a mis papás a vender mercancía en los pueblos del Huila. Los sábados y domingos, y a veces los lunes también, mis papás se levantaban a las tres o cuatro de la mañana, salíamos para San José de Isnos, montábamos todo en la plaza y empezábamos a vender cuadernos, medias, juguetes y cacharros. Yo cogía los limpiones y me iba a venderlos en la calle. Eso lo hice durante más de un año.
¿Cuándo empezó a entrenar como atleta, de una manera más juiciosa, diferente a la recreación que representa el deporte en cualquier colegio?
Cuando Edward Chilito, mi entrenador, llegó al colegio. Él fue el que empezó a hacer una escuela de formación por primera vez en Pitalito. Yo ya corría y era muy rápido. Así que, cuando preguntó, todos mis compañeros dijeron: “Llévese a Éider, que es el que más corre”. Y me llevaron con otros más. A los dos años, yo fui el único que quedó.
¿Velocidad?
Sí, básicamente. 75 metros planos. Por entonces, en Bruselas (Huila), gané mi primera medalla: tres vueltas al parque principal. Gané el bronce. Recuerdo que ahí Edward Chilito empezó a decir que conmigo tenían una proyección muy grande. Cuando volvimos al colegio les dijo a todos: “Con él vamos a ir a varios nacionales y vamos a ganar muchas competencias”. Yo decía: “¿Y este señor de dónde saca eso?”. Y funcionó, porque empecé a creérmelo.
¿Cuándo empezó con la marcha?
En un departamental en Neiva. Chilito decidió llevarme a pesar de que no había clasificado en mis pruebas de velocidad. Me llevó como premio a la disciplina, porque yo era uno de los que llegaban temprano y hacían el entrenamiento como era. Fui a hacer salto largo y ahí, por primera vez, vi a unos muchachos calentando para una competencia de marcha. El hecho de verlos concentrados, haciendo su técnica, metidos en el cuento, me atrajo mucho. Cuando regresamos al pueblo le dije a Chilito que yo quería empezar a practicar marcha y él simplemente me dijo: “Váyase hasta allá marchando, se devuelve marchando y así vemos si usted sirve o no”. Yo nunca había recibido una clase de marcha ni nada, simplemente imité lo que les había visto a esos marchistas, pero cuando regresé él me dijo: “¡Listo, arranque a marchar, eso es lo suyo!”.
¿Qué edad tenía?
Doce o trece años. Arranqué con los tres kilómetros de la categoría infantil.
¿Le costó adaptarse al deporte?
Al principio es muy duro, muy jodido, porque duelen los tibiales, duele la cadera, duelen las piernas… Después, el hecho de perfeccionar la técnica también es complicado. Pero lo que yo creo que me llamó mucho la atención fue hacer algo diferente, algo que no todo el mundo hiciera.
¿En Pitalito lo veían como un diferente?
Era y es un deporte catalogado como gay. “Son gais y se mueven raro”, decían.
¿Mucho matoneo?
Muchas veces. En la calle, entrenando, me gritaban cosas como: “¡Oeee, marica, camine bien!”. Y así. Eso me reforzaba más en mi idea de que estaba haciendo algo diferente, de que no era igual que el resto. Quería marcar la diferencia.
Y apenas comenzó a competir, también comenzó a ganar… 
Sí, en 2005 fui a un nacional de marcha en Bucaramanga. Y gané la categoría infantil.

¿Cuándo se dio cuenta de que usted era un marchista fuera de lo normal?
Yo solamente me levantaba todos los días feliz a practicar mi marcha. Siempre he sido muy apasionado por este deporte y por todo lo que hago. Yo solo quería continuar ganando. En 2007, en un nacional en La Virginia, Risaralda, que fue mi última competencia en categoría infantil, gané. Luego fui a Cartagena y gané otro nacional que me dio cupo a mi primer campeonato internacional: un suramericano en Chile.
¿Qué edad tenía?
14 años. Fue en La Serena. Recuerdo que antes de la competencia, de los nervios, me dieron muchas ganas de orinar, pero le di con todo, sufrí y finalmente gané ese suramericano. ¡Y mejor dicho! Cuando llegué a Pitalito me recibieron con carro de bomberos y carrozas, era la estrella del pueblo.
Pero no había manera de hacer carrera en Pitalito y, por cuenta de sus capacidades, en 2009 dio el salto a Bogotá. Además le cuadraba bien representar la ciudad donde nació, ¿no?
Yo quería seguir por Pitalito y por Huila, pero uno entiende que el presupuesto de los pueblos es muy reducido y no había para ir a un evento internacional. De hecho, mi familia era la que tenía que reunir dinero para que yo pudiera ir fuera del país. Y, la verdad, en 2009 yo aún continuaba participando por el Huila, pero tampoco hubo ningún apoyo. Entonces me pasé a la Liga de Bogotá.
¿Le costó adaptarse a Bogotá?
Cuando llegué a Bogotá me di cuenta de que yo, realmente, no era nadie. ¡Dizque el campeón suramericano infantil! Llegué a la capital donde todos ya habían sido campeones suramericanos, centroamericanos, bolivarianos… Entonces fue empezar de cero, aprender de la sencillez de todos ellos y de su manera de entrenar, de que hay que trabajar para ganar.
¿Se marcó una meta?
Sí, los Juegos Olímpicos Juveniles. En un año le di tan duro que bajé los 10 kilómetros de 50 minutos a 43 minutos. Ya había empezado a entrenar con Fernando Rozo, que era pura disciplina y muy riguroso con los entrenamientos. Me iba en bicicleta de la casa de mis tíos, en Engativá, al Salitre. Y así de vuelta. Y de ahí al colegio.
¿Quién lo mantenía?
Los fines de semana me iba con mis tías a trabajar en un restaurante, una pollería broaster que también era de corrientazos. Yo era el mesero, el de los mandados y el de los domicilios. Con lo que me pagaban yo sacaba para comprar mis zapatillas y mis vitaminas. Y mi papá me apoyaba, pero no era suficiente.

¿Toda su familia lo apoyó en la idea de ser un marchista?

Todos. Mis tíos con la comida y el hospedaje. Mi abuelita paterna me ayudó muchísimo. Y mis papás con lo que pudieron, con su corazón.
¿Le alcanzaba con lo que hacía de mesero?
Sí, pero a veces terminaba el entrenamiento con tanta hambre que pasaba por cualquier restaurante y sentía el olor a buñuelos o a empanadas y… ¡Ay!, me ardía el estómago. Eso forjó mi carácter, todo ha sido disciplina y entrega.

¿Cuándo agarró vuelo su carrera?

Cuando a los diecisiete hice el récord nacional juvenil. De una me convertí en el capitán del equipo juvenil para ir al mundial de marcha en Chihuahua, México, en mayo de 2010. Llegué siendo nadie. Todos decían: “Ese man no tiene posibilidades”. ¡Yo con diecisiete años contra atletas de dieciocho y diecinueve! Recuerdo que yo decía: “Quiero ganar el mundial”. Y todos me recordaban: “Éider, los rusos rematan muy fuerte, los chinos son muy duros y usted tiene diecisiete”. ¡Pero eso me entraba por un oído y me salía por el otro! Yo decía: “Quiero ganar el mundial y punto”. La estrategia fue rematar cuando faltaban dos kilómetros. Y así fue: en el último kilómetro se definió todo, descalificaron al brasileño y yo continué con el chino. En la última recta decido acelerar muy fuerte, sentía que el chino me respiraba en la oreja, pero al final pude controlarlo y gané el mundial. A los diecisiete años me convertí, por primera vez, en campeón del mundo.
¿Difícil creérselo?
No me lo creía. Incluso la chica del antidoping que se me acercó y me acompañó al lugar donde se hacía la prueba, vio que empecé a llorar, me abrazó y me dijo: “Tranquilo, llore, llore todo lo que pueda que esto es muy bonito y muy importante”. Y yo, pues peor, no podía parar de llorar.
Usted fue el primer atleta juvenil en ganar un mundial para Colombia… 
Por eso lloraba, por todo ese sentimiento. Nunca antes habíamos ganado un mundial juvenil hasta ese momento. Y el siguiente mundial juvenil fui yo, otra vez, en Rusia.

Y ahí empieza a madurar la idea de ir a unos Olímpicos.

Londres 2012, esa era la meta. Sabíamos que era muy difícil y muy complicado porque yo nunca había hecho veinte kilómetros y yo iba a llegar todavía en la categoría juvenil, pero me preparé para eso. Sin embargo, en enero de 2012, desafortunadamente falleció Fernando Rozo, mi entrenador, de un derrame cerebral. Fue un golpe muy difícil para todos.
Por cierto, ¿cuándo hizo su primera carrera de veinte kilómetros?
También en 2012, en una competencia en Oregón, Estados Unidos, que servía como clasificatorio para Londres. Todos esperaban que yo hiciera una hora y veintitrés minutos, o una hora y veinticuatro minutos. Pero hice 1:21:49, marca para Juegos Olímpicos. Esa fue mi primera competencia de veinte kilómetros.
¿Y qué tal fue su primera experiencia olímpica?
La villa es como una ciudad soñada para un atleta. Ver en el comedor a Michael Phelps, a Usain Bolt… ¡Eso es muy chévere! Yo sí me hice las fotos con ellos.

¿Cómo le fue en la competencia?

Llegué en el puesto veinte. Era mi primera experiencia en la élite y mi primer evento internacional de ciclo olímpico. Tenía diecinueve años.

En 2013 se retiró en plena competencia en el mundial de Moscú. ¿Qué pasó? 
Fui con una tendinitis del tibial anterior. De hecho, duré un mes parado sin hacer entrenamientos. Hice el Mundial con mucho dolor y me retiré porque sabía que iba a desgarrarme. Quedé muy triste porque el ruso, al que yo le había ganado en categoría juvenil, Alexander Ivanov, ganó ese campeonato mundial. Además, faltando un kilómetro, cuando él empezó a entrar al estadio, toda la gente se levantó a aplaudirlo y yo, la verdad, quería eso para mí. Pero entendí que era el momento de él y que por algo me había pasado lo de la pierna. Así es esto.
Después vinieron varias pruebas en las que, incluso, lo descalificaron. Una de ellas en el mundial de Taicang, China, en 2014. Aprovecho para preguntarle si las faltas en la marcha son tan frecuentes y subjetivas como parecen. Digo, es que se marcan según el parecer de los jueces. ¿O no? 
Sí, son subjetivas. En realidad es lo que le parece al juez. Si al juez le parece que usted ha perdido contacto con el suelo, pone la falta y ya. No hay nada que hacer, es lo que dice la vista del ser humano, porque en mi deporte no permiten cámara ni nada de eso para revisar si está bien hecha la falta técnica o no.
Lo descalifican, lo sacan y ya está. Sin explicaciones. 
Sí, a uno le quitan el número y chao. Un tipo entra a la pista, se acerca y adiós el número. Es muy doloroso. Y es muy frecuente.

Pero, por doloroso que sea, hay que seguir adelante, ¿o no? 

Yo he visto los videos de todos los grandes. Por ejemplo Robert Korzeniowski, uno de los mejores marchistas de la historia, el único que ha logrado oro olímpico en veinte y cincuenta kilómetros, fue descalificado en Barcelona 1992 cuando iba de primero. Cuatro años después se convirtió en campeón olímpico y luego hizo el doblete en Sídney 2000. Yo digo que si él fue descalificado por un error propio y en las siguientes olimpiadas ganó, y ganó como ganó, es porque se dio cuenta de su error y empezó a entrenar ese error para mejorar su falta.

La técnica en su deporte es todo. ¿O me equivoco?

Todo el tiempo hay que concentrarse en que se están haciendo cierto tipo de movimientos muy técnicos para que no vengan las faltas: pérdida de contacto o inflexión de rodilla. Esas son las dos faltas que se tienen en cuenta a la hora de una expulsión.

Entiendo que tres faltas dan la expulsión. Pero ¿son tres de cada una?

No, pueden ser dos de flexión o una de pérdida. Tres, como vengan.

Hoy usted comete pocas faltas. ¿Qué fue lo que mejoró?

A mí me llegaron a descalificar varias veces, pero el problema no era de los jueces, el problema era que yo realmente tenía una falla técnica. Yo vi los videos de Jefferson Pérez [campeón olímpico en Atalanta 1996] y de muchos atletas que eran referentes y empecé a decir: “Voy a marchar como ellos”. Eso es marchar fuerte, bracear a 90 grados, alzar los brazos, bajar más los hombros, marchar en línea, llevar la cabeza recta, hacer la zancada amplia, mover mucho la cadera, subir la punta del pie… Todo para nunca correr.
¿Qué era lo que usted hacía mal? 
Levantaba una pierna más que la otra y eso era, principalmente, por fuerza. Entonces, desde fisioterapias, desde el trabajo físico, hice todo un proceso para estabilizar mis fuerzas. Como hacía más fuerza con la pierna izquierda que con la derecha, la pierna derecha se levantaba más, perdía contacto y eso representaba faltas. Era un tema técnico… Y luego un tema mental, porque vaya y arregle eso.
¿Dónde pone la cabeza cuando marcha?
Creo que lo más importante es tener motores psicológicos. Por ejemplo: yo tengo determinación y considero que soy muy disciplinado y que tengo mucha energía. Esas palabras son las que me identifican, las que utilizo para poner en mi mente durante mis entrenamientos y mis competencias. Cuando estoy entrenando, aparece el ácido láctico, aparece el cansancio y aparecen dolores, aparecen también las frases negativas, que son normales. Ahí es cuando uno necesita de frases positivas, simplemente para hacer que uno continúe y haga las cosas que debe hacer.

Esto es 70 % de pensamiento y 30 % de trabajo. Y si van asociados, pues hacen imparable a cualquier persona. Hoy, llueva, truene, relampaguee o haga sol, siempre pienso positivo.

Toda su generación deportiva hace un trabajo psicológico a fondo. Por lo que veo, usted también.
La verdad esto es 70 % de pensamiento y 30 % de trabajo. Y si van asociados, pues hacen imparable a cualquier persona. Hoy, llueva, truene, relampaguee o haga sol, siempre pienso positivo. Yo no me lleno de información negativa ni de la prensa ni de la televisión. Soy muy selectivo con lo que escucho, leo y veo, hay mucha cosa tóxica por ahí.
¿Cuándo se dio cuenta de que la atención hacia sus errores, sumada al cuidado de sus pensamientos, había mejorado su desempeño?
No… Es que en los Juegos Panamericanos de Toronto me comí otra lección. Yo dije: “Allá tengo que ganar, soy el mejor”. Me sentí todopoderoso, creí que nadie me ganaría y fue tanto lo que esperé para atacar que me cogieron como minuto y medio de ventaja. Entonces cuando decidí atacar y alcancé a los que iban de segundo y tercero, me reventé.
La famosa “pared del maratón”.
¡Eso! La pared del maratón es cuando te vacías energéticamente y tu cuerpo no da más. O sea, cuando tú quieres dar un paso más pero el cuerpo no da más. Quieres, pero realmente no puedes porque en tus músculos se acabaron las reservas de glucosa, que es la energía, el combustible del músculo.
Pero llegó la oportunidad de los Olímpicos en Río 2016 y, antes, el Mundial de Atletismo en Beijing 2015. 
Otra vez la ilusión de poder estar ahí, de poder ganar, de saber que ya había quedado tercero y quinto con los mismos competidores. Pero tuve algunas fallas de concentración durante la prueba, la hidratación no se dio en el momento que era… En fin, los detalles otra vez. Cuando faltaba un kilómetro le dije a mi profe [Marcelino Pastrana]: “Páseme la bandera”. Al final llegué en el puesto siete, nada mal. Entré con la bandera al estadio Nido de Pájaro con 80.000 personas y empecé a llorar de la emoción. Recuerdo que me entrevistaron en la radio y no pude decir una sola palabra sin llorar. Y, la verdad, lloré porque no era el puesto que quería.
¿Qué pasó en Río donde, decían, usted era un fijo en el podio?
Tuve lesiones durante todo el inicio de temporada. Ocho días antes de salir a Río me dio una gripa terrible y perdí toda la forma. Luego tuve mucha presión, que me pusieron y que me puse, así que solo logré el puesto 15. Fue otra lección. Una muy triste porque yo sé que era el momento de lograr algo grande.
¿Es cierto que su amigo y colega, el nariñense Fernando López, campeón mundial de marcha, fue quien le dio la clave para afrontar el mundial de Londres 2017, en el que fue campeón?
Sí. Fueron muy impresionantes sus consejos. Él me dijo: “Éider, vaya a los lugares donde se crió, conéctese realmente con su pasado y vuelva a la competencia completamente seguro de quién es usted”. Eso fue lo que hice: volví a mi pueblo, al barrio donde estudié, a la escuela, al colegio y fui a San José de Isnos, donde vendía los limpiones. Estuve en el lugar donde mi mamá fue criada a los cinco años de edad. Recorrí mis pasos en Bogotá. Todo eso me conectó con lo que realmente soy. Y, la verdad, fue un cambio total: ya no tenía excusas para ser el mejor del mundo.
¿Cuál fue el cambio?
Ser más agradecido. Por la alimentación, por todas las buenas cosas que recibe mi familia, por tener las personas que llegan a mi lado, por tener las energías para levantarme y luchar por este sueño de ser campeón mundial y campeón olímpico. Ese fue el cambio principal. Muchas veces me levantaba en las mañanas y yo decía: “No quiero hacer nada, estoy cansado”. Y así no es

¿Cuándo llegó la famosa frase: “Soy el rey de Inglaterra”?
Con Ivonne Escobar, mi psicóloga, decidimos que había que visualizar lo que queríamos. Primero, conectarme con lo que yo soy: saber que yo vendía limpiones cuando pequeño. Y, segundo, visualizar el triunfo.
¿Quién encontró la frase? ¿Ella o usted?
Yo, porque ya había estado en Londres y ya sabía cómo era la ciudad. Yo dije: “Bueno, esto es Inglaterra, un país de reyes. Si es así, yo voy a ser el rey de Inglaterra y punto”. Ella me dijo: “Listo. Pongámosla en las frases que vas a decir siempre en cada entrenamiento”. Pero yo me quedé solo con esa. Solo la sabíamos mi entrenador, mi psicóloga y yo.
¿Cómo es esa historia de que usted es un lobo en la competencia y de que en Londres actuó como tal?
Yo simplemente voy muy tranquilo y muy paciente atrás, pero hay un animal con el que me identifico y ese es el lobo. El lobo se caracteriza por ser paciente, inteligente y agresivo. Paciente para esperar a su manada, inteligente para ubicar a su presa y agresivo para atacarla. Yo soy muy tranquilo y paciente para esperar el momento, inteligente para ubicarme en el lote y muy agresivo en el momento de atacar. Y eso fue lo que hice, es un tema psicológico.
¿También repite ese mantra?
Sí. En los últimos tres kilómetros pienso como un animal y digo: “Soy un lobo”. Entonces llegan esas frases: “Soy paciente, soy inteligente, soy agresivo, soy salvaje, soy un lobo”.
¿Usted fue el que rompió el lote en esa carrera, cierto?
Sí. Faltando cuatro kilómetros jalé y nos fuimos el alemán, el surafricano, el brasileño, el ruso y yo. Llegamos al kilómetro 17 y chao al alemán. Todos apuraron y ese fue el momento más difícil porque yo iba atrás y me alcanzaron a sacar un cuerpo de ventaja. Entonces yo dije: “Dios, estoy cansado, ya me siento fatigado”.
¿Y acudió a la psicología, supongo?
No. Fernando López me estaba apoyando porque él había ido a hacer los 50 kilómetros. El apareció ahí y me dijo: “Éider usted conoce muy bien qué pasa en estos últimos tres kilómetros, ¡hágale!”. Y me acordé de una frase que él siempre decía: “Para ganar hay que sufrir mucho en algún momento”. Entonces aumenté el ritmo, conecté al ruso y dije, “¡Listo, aquí fue! Una vuelta más”. Pasamos al frente del palacio Buckingham, repetí “soy el rey de Inglaterra” y pasé al ruso.
Usted llegó con la bandera en los hombros. ¿Cuándo se la puso?
Eso lo había cuadrado con mi entrenador. Era un asunto que traía como frustración desde Beijing. Faltando un kilómetro el profe me la pasó con el nudito hecho, todo listo para ponérmela. Yo todavía seguía con el ruso. ¡Y hágale! En los últimos 500 metros, ya en el palacio de Buckingham, yo dije: “Ya es hora de salir, si no es ahora, no es nunca”. Y empecé a darle durísimo: “Soy el rey de Inglaterra, soy el rey de Inglaterra, soy el rey de Inglaterra”. Pensé en el país, en toda la energía que irradia la gente buena de mi país y ahí logré sacar la diferencia de dos segundos. Cuando crucé la meta, di el grito de victoria, el grito del lobo.
¿Lloró otra vez?
¡Claro! Empecé a agradecerle a Dios por todo eso, todos esos sacrificios, todos esos entrenamientos y toda esa competencia. Y ahora sí, era campeón del mundo en la categoría élite.
Usted es cristiano. ¿Muy devoto?
Solo voy al rito cuando mi mamá va a la iglesia. De resto, no mucho. Es que los pastores manejan mucho a la gente y la gente también se deja guiar por cosas que no son reales. Yo creo en Dios, creo en la Biblia, pero a veces no creo en lo que ellos dicen.
¿Pero se considera un hombre espiritual?
Sí. Mucho.
¿Cuál es su gran sueño? 
Ser campeón olímpico y ayudar a mucha gente llevando mensajes positivos, de cómo superarse.
¿Y el récord mundial?
Obvio, quiero ser el mejor atleta del mundo. Para ser eso hay que ser campeón del mundo, campeón olímpico y hacer el récord mundial.
Lleva dos olimpiadas, ¿cuántas piensa correr?
Unas tres más: Tokio 2020, París 2024 y Los Ángeles 2028.
¿Qué significa ganar?
Ganar es concretar un sueño. Es encontrarse con uno mismo.
La gente cree que la marcha no es un deporte tan importante y resulta que sí. ¿En qué radica la grandeza de su deporte?
En que lleva más de un siglo en el ciclo olímpico. Se inició en Londres, en 1908, cuando la gente caminaba mucho. Apostaron a quién caminaba más rápido de un pueblo a otro, sin correr, y eso se volvió muy significativo. Entonces esa prueba se regó por toda Europa. Lo más lindo es que la marcha es un gesto natural que todos hacemos y eso se llama caminar. La marcha atlética es caminar y eso es muy bonito. Lo que pasa es que nosotros triplicamos la velocidad a la que el resto de la gente camina normalmente. No es más.

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